lunes, 25 de enero de 2010

«Crónica de un 23 de enero.»



No se puede saber cómo, cuándo ni dónde, o quizás si, pero hay días que despiertas y es como si tu cuerpo se congelase, como si tus ojos sólo quisieran observar imágenes borrosas de dentro o fuera de esa cabecita saturada de ideas que corretean de un lugar a otro, y nada más. Cuando empiezas a notar el hielo de la locura sobre los pies descalzos lamentas con fuerzas tener oídos y haber escuchado la voz que te hizo salir de la cama. La realidad que se ve nunca estuvo hecha para mí.


He sacado a pasear mi mente, quería que tomara el aire, o bueno, ni siquiera lo sé, pero parece que es lo que quería y, en fin, a la vuelta del paseo, el viento traicionero me trajo recuerdos de más.


El gran error humano que parece nunca estar dispuesto a cambiarse es el hecho de comprender el valor de las cosas cuando ya no se tienen. Es el gran pedrusco que nunca vemos hasta que nos encontramos la sangre emanando a borbotones por nuestra piel tras el golpe.


Al sentarte a observar, a pesar de lo borroso del cristal de incredulidad reflejo en mis ojos, se percibe claramente la codicia, el egoísmo, la envidia, la amargura, la mentira, la crítica, el rencor, la conveniencia, la astucia, la hipocresía, las segundas intenciones, el baile de etiquetas, el contrato social... Los títeres movidos y los titiriteros que mueven con las mismas historias que ya a nadie divierten.


Esas sonrisas y llantos no son más que emociones de quita y pon bastante predecibles, una sobreactuación que da demasiado el cante. El día que se aprenda a fingir sin que se vean las gomillas de las caretas o se noten el maquillaje y el disfraz, y se consiga que me lo crea, yo empezaré a aprender a quitarme el sombrero o a dejar que en las mil etiquetas me coloquen las gomillas cedidas de las viejas caretas.

Regálame algún suspiro.