miércoles, 25 de agosto de 2010

«Hace días que no conozco la palabra "Confianza".»

Hay una eternidad entre todo lo que quiero y lo que finalmente llegaré a conseguir, entre todos los senderos que tomo y el destino que algún día alcanzaré. Entre mi tacto y tu piel me parece que hay, hoy por hoy, todo un abismo.

La luz se apaga en mitad del camino y me siento desabrigada, ausente y sin cobijo. En la penumbra, hasta el recuerdo más bello se vuelve sombrío, y la única luz de esperanza que llega a palpitar conduce a la locura. Tener sed de ti y deshidratarme. Bañarse en el mar de los deseos no quita la suciedad que se queda por dentro, llena de roña que tapona los sentidos y suscita el descontento. No puedo ver, hablar, ni tan siquiera oír lo que pienso con claridad. Hasta escribir se hace eterno y desconfiado en esta oscuridad.

Tengo accidentes de inconsciencia cuando pienso, por costumbre, más de lo que es sano. He dormido por dormir, por dejar la mente en blanco y he llegado a sonreír y he llegado a sentir de mis sueños espanto. Mis manos notan que no ha quedado nada, sólo el sabor del beso de otro recuerdo borroso que me envenena y equivoca, y yo, esclava de las mentiras, sigo esperando sin hacer lo que me toca.

viernes, 13 de agosto de 2010

«Atrapa-sueños.»

Recordar la sonrisa del enfermo terminal es el hallazgo de los corazones débiles que no se atreven a memorarlo todo; mas engancharse a los recuerdos como a ese frasco de mercromina, que a la vez que cura heridas superficiales, recuerda por el color la contusión, no es más que pura debilidad.

Al mirar por la ventana pareciera como si el cielo volcara su ira sobre él apagando la tormenta... Siguen las mil colillas en el cenicero y no desisten nunca las ganas de fumar. No consigue enfrentarse a la realidad. Es ese niño con miedo a sentarse en la cama porque el monstruo que habita debajo de ella puede cogerle los pies. Y se cubre la cabeza con las sábanas cuando le invaden las ideas de crecer. 

Agarrar el denso frasco de la mentira es ya puro placer. Y luego sale a la calle con cuentagotas a esparcir las locuras que tiene ganas de cometer. Entonces vuelve a sentarse, en cualquier banco oxidado, el que menos le recuerde a él; tan sobrecogido como para no hablar, tan feliz como para morir. Saca de una maleta unas cuantas fotografías mientras ya tiene el eterno cigarillo adornando los labios. Se queda mirando fijamente una de ellas al azar y pasa la mano por el retrato a modo de caricia. En el dorso de éste, un escrito a modo de despedida:  «Enseñar los dientes no significa sonreír.» Hace una mueca, parece que es lo único que le hace reaccionar. Recoge todo y se levanta.  

El viento sonaba cortando papeles y eso no tapaba su rabia, que hacía el sonido del que quiere aprender a vivir y en el fondo sabe que no puede.